domingo, 18 de enero de 2009

Una de las pocas ventajas de la Navidad espantosa es que de vez en cuando da señales de vida alguien semiolvidado o de quien no se sabe nada hace años. Utilizo la palabra “semiolvidado” a falta de otra mejor y porque el olvido cabal casi no existe: una cosa es no acordarse normalmente de algo o de alguien y otra distinta que, si ese algo o ese alguien reaparecen o nos son traídos a la memoria, aun así seamos incapaces de recordarlos. Rara es la ocasión en que no nos “suenan”, en que no surge en nuestro cerebro una vaga y nebulosa reminiscencia, y entonces comprobamos que el olvido siempre es “tuerto”, como dije en una novela, y jamás ciego o jamás completo. A menudo hay que hacer un esfuerzo para distinguir lo evocado, y a veces ni siquiera se logra salir de la densa bruma que nos permite sólo entrever, y aceptar que quien nos devuelve el recuerdo no miente. “Debió de ser como dice”, pensamos, “porque algo vislumbro”. Uno aprende, además, que otros recuerdan mejor que uno mismo cosas que dijimos, hicimos o nos atañeron directamente. Uno vivió algo, por ejemplo, y se lo contó a un amigo. Después olvidó esa vivencia -quizá porque al cabo del tiempo le restó importancia-, y en cambio el amigo recuerda para siempre el relato que escuchó de nuestros labios. Olvidamos las cartas que escribimos más que las que leímos, lo que dijimos más que lo que nos dijeron y oímos. No digamos las ofensas y los daños y agravios: recordamos mucho más los que nos infligieron que los que infligimos. Si quisiéramos repasar a fondo nuestras vidas, tendríamos que rastrear testigos.

No me sale escribir nada. No me sale nada.

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